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26 de noviembre de 2014

De tiempos, pérdidas y matices



Thomas Lloyd, Autumn leaves, 1895

Al fin el frío vuelve a las calles, y aunque no sepamos hasta cuándo va a durar, tendremos la oportunidad de experimentar todas aquellas sensaciones que sólo se dan esta época del año en la que parte de la naturaleza se prepara para el sueño del invierno; los cambios en el color de las hojas que van desprendiéndose, el aire frío que nos acompaña en el silencio de la noche que nos alcanza a media tarde; el olor a madera quemada en las calles y a turba húmeda en los bosques; el anhelo de una bebida caliente mientras leemos, o miramos el techo, con el ronroneo del gato de fondo. El otoño puede ser una época de descanso y recogimiento, de ralentizarse y pensar las cosas, y luego dejar que todos esos pensamientos se vayan por donde llegaron, porque nada es tan importante cuando se está bien en casa.  

Sin embargo, el frío llega tarde y las hojas ya no se tiñen al ritmo que algunos conocimos en la infancia, todo parece acelerado y antes de que la naturaleza de el primer bostezo, las podas se realizan según el calendario impuesto en alguna oficina. Por desgracia, tiende a considerarse a los árboles como objetos de ornamento de quita y pon, fácilmente sustituibles por otros semejantes. La idea se extiende rápidamente al resto de la naturaleza, y llega hasta las personas. La consigna general parece ser  acelerar, crecer, acelerar e incluso, cuando se pueda, pisar las palabras y el espacio de otro... Esto se hace presente en muchos ámbitos de la vida, incluido en el ámbito de lo "espiritual" que, así expresado, es más una etiqueta que otra cosa. Llega un momento que tanta carrera hacia ningún lugar, no consigue más que agotarnos y embotar nuestros sentidos.

Asociamos el otoño con el mítico descenso al Inframundo, un viaje hacia lo profundo en el que todo aquello que no resulta esencial debe desprenderse y quedar atrás para alimentar el crecimiento de lo que realmente importa, un sacrificio de aquello que nos sobra para alimentar lo que necesitamos traer al mundo en este momento de nuestras vidas. En algunas versiones del descenso de la Diosa al Inframundo, ella pierde no sólo sus joyas, sino su piel, hasta verse reducida a un pedazo de carne. Como ocurre en otros relatos míticos, es este último palpitar, a veces sustituido por el sonido de un tambor, el que permite que aquello que se ha visto reducido a la mínima expresión, pueda recuperarse por completo, es lo que permite que la semilla se anime y llegue a germinar. Además de enfrentar a nuestros demonios y renovar fuerzas, una de las lecciones más importantes que podemos aprender en el descenso a nuestros Infiernos particulares, o en nuestro retiro a la cueva, es la reconexión con ese latido, con el ritmo que la naturaleza puso en nuestro ser, como una canción única.

En "Walden, o La Vida en los Bosques", Thoreau invita a reflexionar al respecto: "¿Por qué hemos de tener una prisa tan grande en triunfar, y en empresas tan desesperadas? Si un hombre no marcha a igual paso que sus compañeros, puede que eso se deba a que escuche un tambor diferente. Que camine al ritmo de la música que oye, aunque sea lenta y remota. No importa que madure con la rapidez del manzano o del roble. ¿Cambiará él su primavera en estío? Si todavía no existe la coyuntura de las cosas para las que fuimos creados, ¿con qué realidad las reemplazaríamos? No debemos encallar en una realidad hueca."

Nos entrenan en la compulsividad y la exhibición de tal modo que a penas dejamos de correr tenemos la sensación de estar perdiéndonos algo. Intenta salir de viaje, aunque sea una excursión, a ver si hay alguien que no tome fotos para compartirlas tan pronto como sea posible en alguna red social. Si prohibes a alguien hacer fotos en un evento, es posible que no acudiera nadie; pero si creas un buen escenario, es posible que la genta acuda, incluso sabiendo de antemano de lo pésimo del contenido.
En los últimos años he participado en varias iniciativas de divulgación en las que constantemente se me ha repetido que si hiciéramos esto o aquello, llamaría la atención de más gente. ¿Tan extraño es que simplemente compartas lo que haces con otras personas afines, en vez de buscar algo así como el máximo público posible? Llevo muchos años transitando caminos sin nombre y he cometido muchos errores, pero comparto con el resto del mundo lo único que creo que en realidad tenemos: ese latido que nos hace únicos. Mi latido es lento y, en ocasiones, denso. Uno puede detenerse a escucharlo o pasar de largo, pero insistir (o tratarme de forzar a) que lo cambie por algo más "adecuado" es ya una pérdida de tiempo. En algunos aspectos soy de una Escuela muy vieja, y por lo visto, absolutamente pasada de moda.  

Incluso en una mañana de verano podemos detenernos debajo de un árbol y observar los matices de verde nacidos del juego entre la luz, las hojas, la brisa y los pájaros. No es una cuestión de tiempo, sino del punto hacia el que dirigimos nuestra atención. Cuando vamos demasiado deprisa, cuando nos preocupamos demasiado en conseguir cosas -por no hablar de dar una imagen-, gastamos demasiada energia en asuntos que, en realidad, son poco importantes y mucho menos trascendentes. Nos perdemos aquello que tenemos al alcance, todos los momentos sagrados, todas las grietas a través de las cuales el universo nos llama por nuestro nombre, oportunidades maravillosas de aprender y difrutar y compartir. Perdemos los matices, las gradaciones, la oportunidad de adentrarnos por sendas que tal vez nadie haya pisado nadie, y descubrir huellas de otros que estuvieron antes que nosotros. 

Empecé a escribir este texto hace un par de semanas, antes de saber que vendrían unos días realmente difíciles, que marcarán un antes y un después. Se podría decir que en tan poco tiempo he perdido un mundo, que la vida, una vez más, me ha puesto en un camino distinto al que yo me dirigía con paso casi militar... Pero la verdad es que al mismo tiempo tengo la sensación de que me han sacado de encima un peso que no me pertenecía, y gracias a ello mi rumbo se ha corregido por sí mismo, ha devenido más auténtico. Me alegro sinceramente por aquello que vendrá en lugar de lo que esperaba, algo que se me anuncia como un reencuentro con ese ritmo propio del que hablaba más arriba, un tiempo en el que no me traten de adiestrar para saltar al gusto de otros, ni me sean robados los matices que guardo para compartir con aquellos a quienes no les importe detenerse a apreciarlos.