Hace algo más de un año que dejé de fumar, una experiencia bastante interesante de la que hablaré en otra ocasión, porque antes quería escribir de algo que considero aún más importante: el hecho de que resulte mucho más fácil sacar elementos tóxicos del cuerpo que del pensamiento.
Es obvio que un cuerpo más limpio y sano es un excelente soporte para los progresos de la mente, especialmente cuando estamos hablando del desarrollo de facultades psíquicas. Pero una cosa es buscar por convencimiento esta clase de mejora personal y otra, muy distinta, es criminalizar a aquellos que no siguen el mismo camino, con el propósito de sentirse "mejor que" o "por encima de" otro. No es extraño que cierto tipo de gentes, incluso dentro de los grupos de entrenamiento y "trabajo", se tomen muchas más libertades de las que critican en otros con la saña de auténticos inquisidores. Se trata de una clase de veneno es mucho más peligroso que aquellos que otros toleran en sus cuerpos, sin embargo pocas veces se detecta con facilidad y aún en menos ocasiones se llama la atención al respecto.
No entiendo de qué puede servir querer hacer sentir mal o hacer sentir menos a otra persona, a menudo más joven, más insegura o en inferioridad de condiciones, por cuestiones que realmente carecen de importancia, con esa despreciable manía de medirlo todo con una doble vara, y una considerable desproporcionalidad a la hora de lanzar una crítica que resulta de todo menos constructiva. Lo que en todo caso deberíamos hacer es esforzarnos por ser mejores de lo que ya somos y colaborar con otros, aún más en los tiempos que corren, tiempos en los que sería demasiado ingenuo esperar que una autoridad externa venga a rescatarnos, y demasiado estúpido no entender que sólo nos tenemos los unos a los otros.
El hecho de que sea precisamente entre las personas que siguen disciplinas más estrictas, o cultivan hábitos más alejados de los convencionalismos cotidianos, donde he encontrado una mayor tolerancia -que no condescendencia- respecto a las prácticas y decisiones ajenas, me convence de que no es una cuestión de indiferencia sino de profunda comprensión. Alguna vez hemos hablado ya del problema que supone que la tradición se perpetúe en la forma, pero pierda el contenido. El excesivo apego a rigideces es señal de que no se acaba de entender lo que significan, qué utilidad tenían o tienen las reglas, principios o leyes a los que se aferran, y un síntoma de que hay demasiado miedo a arriesgarse a volver a aprender.
A lo largo del camino podemos encontrarnos personas que tratarán de señalar aquello que consideran "incorrectos" en nosotros. Este señalamiento, que por exceso de absurdo a menudo no llega poderse considerar una verdadera crítica, puede dirigirse a nuestras costumbres, a aquellos que comemos, bebemos, escuchamos, leemos o vemos, al modo en como nos vestimos, a las personas con las que nos relacionamos y, de hecho, a prácticamente a cualquier cosa que no entre en sus esquemas.
Esta es una de las lecciones más importantes que recibiré en esta vida, y hace poco vi la sintetizada en un proverbio africano: "No se trata de cómo te llame, sino a qué respondes tu. Pero si no sabes quien eres, cualquiera puede ponerte un nombre. Y si cualquiera puede ponerte un nombre, entonces responderás a cualquier cosa."
Sin duda, el vino puede utilizarse simplemente como una bebida alcohólica más, pero no es tan difícil comprender que también es una libación ancestral ligada a la tierra, al sol y al mar, a las culturas que nos precedieron: un símbolo de continuidad y transformación que antaño fue un bien sagrado, y que lo seguirá siendo en tanto se lo trate como tal.
La uva que creció bajo la caricia solar es arrancada de la vid y pisoteada, despojada de su piel es triturada y filtrada, y lo que queda de ella se encierra en la oscuridad, y se abandona bajo tierra, como un muerto. Pasado el tiempo adecuado, lo que se saca de esa oscuridad no es ya un fruto más, es un tesoro. Sin embargo, lo que hace que el mosto se convierta en vino, en ese líquido sagrado que se emplea en el ritual - a veces incluso en sustitución de la sangre-, siempre estuvo en la uva, y es precisamente el proceso en el que la fruta se entrega por completo lo que permite su transformación.
No se trata de seguir el camino del sacrificio como una manera repetida de castigarnos a nosotros mismos, sino de mantenernos dispuestos a dejar atrás lo que una vez fuimos y entregarnos con confianza a los procesos de la vida que nos ayudarán a convertirnos en aquello que estamos llamados a ser: Nada que no estuviera ya en nosotros desde un primer momento, pero que sin embargo necesita desarrollarse y, en ocasiones, rasgar y desprenderse de la vieja piel.
Es por esto que, aunque nunca me han gustado demasiado las bebidas alcohólicas, dos o tres veces al año, en ocasiones especiales y siempre por Samhain, disfruto bastante de llenar media copa del vino rojo más oscuro que encuentro y brindar por los hipócritas que he ido encontrando en este camino en el que a menudo vemos más trucos que auténtica magia. Es precisamente por que me encuentro en el lugar que yo escogí y me encaminé, en vez de aquél que tenían reservado para mí, en el que les gustaría verme, que puedo darme el lujo de beber sinceramente a su salud y por su bien, que falta les hace.
Feliz Beltane.