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25 de julio de 2012

La savia de los almendros. Crónica de la primavera.


Como parte del trabajo en el Taller de Crónica, se decidió publicar una serie de artículos relacionados con los movimientos sociales que desde hace más de un año han estado surgiendo y desarrollándose en diversos puntos del planeta.  Decidí retomar entonces el texto de La savia de los almendros, escrito después de leer las noticias relacionadas con la Primavera valenciana, y seguir el curso de ideas a las que me llevó. 

Mercedes Pérez (Kotori), Almendro en flor, 2010

La crónica. Y cómo se hace para hablar de lo que no se puede… Trepa por una raíz hacia el centro donde los relatos son uno, narrado mil veces en mil formas distintas y diluido en el tiempo por donde fluye más o menos desapercibido.

Hubo una vez un joven que, deseando ser investido como rey, pidió al dios del mar una señal de la legitimidad de su poder. Poseidón hizo surgir de las aguas un hermoso toro blanco, que debía ser sacrificado como símbolo de sumisión a las funciones del cargo real. Sin embargo, valorando la belleza del animal el nuevo monarca decidió atesorarlo para sí, y creyendo ingenuamente que la divinidad no se daría cuenta de la sustitución, sacrificó en su lugar al mejor ejemplar de su terrenal ganadería. De esta traición primera nació, como recordatorio de la falta cometida, el Minotauro. La trágica caricatura del poder corrupto, al que año tras año debían sacrificarse las nuevas generaciones.
Algo más tarde llegaría el correspondiente libertador, para dar un respiro al curso de esa historia que olvida pronto que el héroe siempre está a un paso del monstruo, y que el mismo traidor que es necesario derrocar, fue en otro momento una fuerza por la que se clamaba a los cielos. Un tirano es como un invierno demasiado largo.

***

De camino al trabajo, con hojas como escudos y yemas a modo de lanzas, un joven almendro desafía desde hace semanas al invierno. Y cada día que pasa son más los botones que aparecen en sus ramas, más los pétalos que brillan como armas de marfil. Es posible que este arbolito esperara, como se espera lo inevitable, la granizada por la que hace apenas unos días, los vecinos se asomaron asustados a las ventanas. Sorprendidos porque la memoria de los hombres es, a menudo efímera, y desconoce esa atávica batalla entre las flores y el hielo, por más de que también tenga lugar en ellos, incluso si se encuentran pensando en otras cosas.

En la escuela, de niños, nos enseñaron que la primavera era la época más alegre del año; aquí y allí brotaban flores coloridas y pululaban indolentes los zánganos. Nos lo enseñaron así porque no recordaban lo que la primavera era. Sin embargo -esto algunos lo saben demasiado bien-, la primavera no es otra cosa que sobrevivir al invierno, y acercarse a un verano que muchos no llegan a conocer. La auténtica primavera no es el tiempo del sol, sino aquel en el que se clama por su regreso bajo la amenaza de un cielo plomizo o el azote de un viento helado.

Al refugio de las casas, de las oficinas, de los cines... Los desmemoriados se compadecen de la locura de los almendros, cuyas delicadas flores parecen abrirse siempre antes de tiempo, llevados por una insensata falta de paciencia que les impide esperar a que las condiciones para florecer sean las óptimas.
Y al otear perezosamente los colores que van rompiendo del gris monótono del horizonte, al intuir que con ellos llegan también el deshielo y el movimiento al mundo, algunos incluso se molestan; por más que cierren los ojos será difícil prolongar el cómodo letargo.  

Fuera, olvidadas de sí mismas, suaves corolas ondean como banderas, para señalar al invierno que su plazo está por expirar.  Los almendros son heraldos del regreso de Perséfone del exilio en las profundidades del inframundo. Abriendo camino a las primeras cosechas, la diosa asciende por el sendero de pétalos que el granizo desbarató, vestida con sus mismos colores, blanca y rosada aurora que llega tras una noche que parecía eterna.

Acaso por el íntimo conocimiento de su función, no tienen los almendros - jóvenes o ancianos-, miedo del frío, de las sombras o de la muerte. A pesar de los fuertes vientos, de la lluvia o de la helada permanecen erguidos, sostenidos por unas raíces cada vez más profundas. Alentados por el crecimiento de sus ramas oscuras, que tienden al cielo como manos que quisieran asir la luz y el calor y derramarlos eternamente sobre el reino de los mortales, ofrecen sus flores con singular generosidad, sin preocuparse demasiado por si éstas habrán de convertirse en fruto o caer en tierra, porque florecen en abundancia.

Esto es así en todas las Primaveras: a pesar de la desigualdad de condiciones esas flores aparentemente frágiles, desafían con su claridad la amenaza de roca que se cierne sobre ellas. Lo hacen incluso sin ser conscientes del triunfo  conquistado en silencio; pues aún quedando deshechas por el suelo, son la prueba viviente de que tras un inverno demasiado largo la savia de los almendros vuelve a circular.

Despierta con su latido la tierra dormida, levantan el vuelo de las aves que cantan a los cuatro confines del mundo lo que aunque los hombres no recuerden, pueden aprender de nuevo, reverdeciendo.

***

El Invierno siempre regresa. Posiblemente no podríamos vivir en una eterna Primavera, tampoco en un Verano u Otoño eternos, por lo que la reaparición en escena del viejo invierno no carece de una cierta lógica. ¿Para qué batallar?

Forma parte del carácter invernal el tratar de permanecer como un ídolo monolítico y perpetuar indefinidamente el silencio y el estancamiento que terminan por imponerse bajo su reinado. El Invierno intentará prolongar su mandato, aunque para ello tenga que hundir zarpas de hielo en la carne de la tierra y devorar por igual a hijos ajenos y propios antes de que éstos puedan llegar a conocer la luz del sol, ahogando de antemano la voz que podría reclamar que el momento de los nuevos ha llegado.

El Invierno volverá, haciéndonos sentir demasiado débiles, pequeños e impotentes ante el despliegue de sus titánicas fuerzas, y la guerra más vieja del mundo no podrá jamás ganarse por completo. ¿Para qué batallar, entonces?
Es necesario lograr desterrarlo a tiempo, cada vez, aunque no pueda ser por siempre. Hay muchas razones para ello; las aves, las cosechas, los hijos propios y los ajenos… Dicho así, no ha de parecer gran cosa; pero sospechamos que en el fondo, de esta capacidad de oponer resistencia, sobrevivir y arañar con manos desnudas un pedazo de Invierno para convertirlo en un principio de primavera, depende que una vida merezca ser vivida.  

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